2/16/2012
Niña Blanca
© Elio
Ruiz, 1991
En el principio fue la leche. De las
gordas y negras ubres de su madre láctica mamó la savia que tiñe el espíritu
del color de los dioses que saben bailar. Sus oídos despertaron al son de los
cantos que siempre reflejaban añoranza por la patria perdida. Aprendió a
caminar con la planta de los pies en contacto con la tierra, la espina dorsal
recta y alzada la grupa, como ha de ser en toda mujer, criatura destinada a
soportar las pesadas cargas de la vida.
Pasando el tiempo comenzó a oler
como los que la alimentaron con sus guisos: boniato dulce, baboso quimbombó,
bollos de carita; yuca hervida, con ajo, sal y limón; harina de maíz con
chicharrones de puerco; jutía ahumada, frijoles negros; malanga frita; tasajo
rojo, ardiente, picoso; espesos ajiacos, zumos de la caña de azúcar; raspadura
de melaza; fufú, hecho de plátano, ni verde ni maduro, pintón; guanábana,
chayote, sandía y melón; y otras delicias, llevadas por primera vez a su boca
por manos que eran el resumen de todos los sabores. Quizá por ello le crecieron
unos labios que sabían besar.
Luego aprendió a nombrar las cosas
en las dos lenguas, sin distinguir otra frontera que el olor que de ellas
emanaba. Sólo después de olerlas, brotaban de sus labios las palabras, en
castellano o en lucumí. Cuando se le hizo consciente que a Padre le disgustaba
que ella hablase con los negros, guardó las palabras de éstos para estos y para
sus sueños secretos.
A ella misma la llamaban en la
Casa Grande de una manera y en los barracones
de otra. Con los hijos de los esclavos jugaba tan libre como los animales,
mientras no tuvieron edad para ir a la plantación. Un mal día se los llevaron
también. Más tarde fueron de ellos otros rostros, miradas y voces, las que la
veían y decían NIÑA BLANCA, ya no simplemente Niña como antes. Nunca más
tuvieron oportunidad de jugar, excepto los domingos y días de fiestas
religiosas, cuando por orden de Padre los dejaban bailar.
Entonces sonaban los cueros.
Padre gustaba de ver bailar a los
negros y se animaba en particular con las esclavas. Movían sus vientres, senos
y caderas, contrayendo la pelvis, frenéticamente, al ritmo de las percusiones
de cuero, madera, hierro y semillas dentro de los güiros. Los esclavos tocaban
y bailaban hasta después de la caída del sol, cuando los mayorales les
regresaban al interior de los barracones.
Esos días Padre solía embragarse de
alcohol y deseos. En el apogeo de las celebraciones, señalaba a algunas de las
esclavas, entre sus favoritas. Los mayorales las apartaban, para llevarlas a
las caballerizas. Con el tiempo, les crecía el vientre y solían parir criaturas
pálidas, que podían tener los ojos y el pelo de albinos. Por esto, vivían
estigmatizados como gentes sin color, debido a lo cual eran malqueridos por sus
propias madres y entre ellos mismos. Dichas esclavas demostraban tanta
fertilidad en parir bastardos, como incapaz resultó ser su legitima esposa de
darle, a él y a sus propiedades, un heredero varón con quién perdurase su
ilustre apellido –reconocía amargamente Padre, mirando la crecida prole de
mulatos y cuarterones de la dotación.
Frente a los jolgorios y orgías de
su señor, ya que marido no lo fue desde el nacimiento de La Niña , Madre se encerraba en
las habitaciones de ella en la Casa Grande
a repetir avemarías, mientras la
Iyá , nodriza africana con quien pasaba La Niña la mayor parte del
tiempo, cantaba y bailaba a los orichas: dioses que de subir a la cabeza de un
elegido, allí permanecen mientras haya música.
Según afirmaba la Iyá , los propios orichas
hacían sonar incontenibles los tambores, cencerros y chequerés. Sus caballos,
como llamaban a los poseídos, sudaban a mares, daban saltos, caían de rodillas,
revolcábanse en el lodo, subían a los árboles, volaban, tragaban brasas de
fuego y escupían verdades, con sonidos de sus entrañas, capaces de traspasar el
tiempo y la distancia que los separaba de África.
Otra cosa era cuando había baile de
maní. Llegaban invitados de varias leguas alrededor. Eran, como Padre, los
dueños de las plantaciones, ingenios y numerosos esclavos del valle de
Trinidad. Vestidos con sus mejores galas y sobre vistosas cabalgaduras o
carruajes, se hacían acompañar de esclavos domésticos, de librea y peluca
empolvada; tras ellos venían los gladiadores, escogidos entre lo mejor de sus
respectivas dotaciones: cuerpos semidesnudos, lustrados. Extremidades entizadas
con tiras de tela. Odio en las miradas.
Una vez reunidos los convocados y
después de los intercambios de consideraciones, saludos, ofrecimientos, y
hechas las apuestas, pasaban a la arena donde se desarrollaban los combates. El
maní era una lidia de esclavos que, como casi todas las cosas venidas de África,
llevaba tambor de por medio.
El dueño de la hacienda introdujo en
el maní la modalidad de la lucha a muerte. Buscando grandes emociones, armó a
los bailarines con manoplas y estacas. Era su diversión favorita; y se daba el
lujo de arriesgar una pieza –como llamaban a los negros- cada fin de zafra. Un
buen danzante de maní gozaba el privilegio de no ir a las plantaciones, sino
que se ocupaba de tareas dentro de la misma hacienda y de ejercitar sanamente
su cuerpo. Bajo promesa de libertad, si vencía, aseguraba que el Amo ganase
varias veces más su propio precio.
Un Día de los Reyes Magos, Niña
Blanca sorprendió a todos con su comportamiento.
Por decisión de Su Majestad, Rey de
España y Virreinatos de ultramar, el seis de enero era de obligatorio festejo
para los africanos. Se les permitía vestir atavíos rituales y nombrarse ellos
mismos reyes, reinas, sesionar en Cabildos. Desde la mañana, recibían
aguinaldos de sus amos y se les concedía permiso para tocar, bailar, cantar,
representar las historias de sus mitos salvajes e infantiles, como solían decir
amos, curas y mayorales.
Aquel memorable Día de Reyes, desde
la salida de Olorun, el sol, mágicamente esperada con cantos y ceremonias,
sonaban los tambores. Estaba pronto por llegar el ocaso. Padre galopaba sobre
la joven esclava escogida, pegándole con el fuete y brincando sobre ella
–atisbó en distintas oportunidades Niña Blanca desde una rendija-; o contando
sus dineros, una y otra vez, hasta quedarse dormido.
Ella tenía entonces nueve años de
edad. Siguiéndole los pasos a su nana, se fue al monte con los africanos. Allí
celebrarían ritos de despedida a Olorun. Sólo no acudían los esclavos que se
consideraban distintos por estar en el servicio doméstico y preferían la
iglesia de los blancos antes que el Ilé o Casa de los Orichas; es decir, la
maleza, manigua, monte o reino de los espíritus. Allí limpiaron sus cuerpos con
yerbas santas.
Niña Blanca hizo suyo cada
movimiento de la danza, sonido de los tambores, oración, conjuro, súplica en
lengua Yoruba. Sintiéndose a su vez tan fuera de sí misma como dentro del todo
que vibraba, de pronto sintió el estallido de algo incontrolable, que la obligó
a moverse y silbar como el viento.
Corrió en todas direcciones y habló lengua
arcaica, de sonidos viscerales. Sólo el más anciano entre los esclavos
reconoció en aquellas sílabas el idioma olvidado del pueblo que llegó desde el
desierto –en el principio de los tiempos- a fundar la nación Yoruba. Allá en el
África.
Mujer y hombre a la vez, danzó como
pocas veces se vio antes; y bailando llegó a la
Casa Grande , donde causó el estropicio de
un tornado. Cuando Padre la quiso contener y atrapar, le obligó a retroceder
con la mirada. Madre, avergonzada de su propio fruto, se encerró a rezar. Dijo
que sólo saldría de allí por órdenes de Dios.
Con la autoridad que le daba ser la
única que la entendía, pidió permiso a Su Merced para llevársela lejos de la
hacienda, so pretexto de tranquilizarla. Dijo que un paseo por el valle, la
visión de los perfiles azules de las montañas, las cabelleras de las palmas
reales al viento, le harían bien. Salieron del lugar sobre una carreta que la
esclava condujo, llamando por sus nombres a los burros que la tiraban.
Reconocían su voz, no precisaban de riendas.
Dieron el largo paseo y llegaron al
cementerio. Los tres días con sus noches que allí permanecieron, llenaron su alma
de una paz antes desconocida. Fue así que la Iyá confirmó que estaba ante una elegida, nacida
para reina.
Sin embargo, a la vuelta del paseo y
sin motivo aparente, recayó en trance de convulsiones durante días y semanas.
Doctores mandados a traer desde muy lejos los consideraron síntomas de la Enfermedad Sagrada ,
así llamada desde que la padeció el emperador Julio Cesar. En consecuencia,
recomendaron al padre no contrariarla, para no empeorar el mal. Con el dictamen
propiciaron que viviese liberada de un destino previsto de mujer blanca, que la
llevó a ser cada vez más negra. Vestía, caminaba, reía, cantaba, bailaba y
presumía como una lucumí; y ya pasaba más tiempo entre éstos que entre los
suyos quienes, poco a poco, la fueron olvidando sin comprender que la perdían.
Así lo expresó el Licenciado
Barrera, llevado ante el caso por un esclavista de las cercanías. El recién
llegado desde La Habana
traía consigo ejemplares de una obra suya sobre enfermedades típicas de los
esclavos, gracias a la cual gozaba de notoriedad entre los propietarios
ilustrados, que no era este el caso del Padre de Niña Blanca. Fue él quien
definió su padecimiento como “enfermedad de negro” ya que, en su avezada
carrera a lo largo y ancho de la
Isla , vio comportamientos similares en gentes de esa pinta,
sin que importara mucho la latitud de su procedencia africana. A juicio suyo,
la hija del Amo estaba enferma de nostalgia.
En consecuencia, prefirió seguir las
instrucciones de sus colegas sin éxito, dejando a la paciente hacer y decir
libremente mientras la observaba. Su temor consistía en que dicha enfermedad de
negro, llamada nostálgica, socavaba la voluntad de existir. Sabía de esclavos
con los mismos síntomas que decidieron arrojarse en pozos de agua convencidos
de que de ese modo regresarían a África.
Padre le escucho gravemente.
Inquieto por su reputación, prometió al médico de esclavos una fuerte suma si
libraba a su hija de semejante mal, indigno de su raza, religión y linaje. El
licenciado meditó un poco antes de comprometerse. Al fin, tomó un ejemplar de
su obra, titulada “Reflecciones”, en el capítulo referente a la enfermedad
diagnosticada, y de allí leyó la receta para tratar la nostalgia:
-Probaremos suministrarle ácidos
vegetales maridados con alguna pequeña dosis de Crémor de Tártaro, o sal
calcinada de la laguna de la higuera, -se detuvo, levantó la vista de la
página, chispearon sus pupilas y continuó; o de Glauber, con todos sus alumnos
y familias, como también el nitro fixo, el arcano duplicado, disuelto o bien en
naranjadas, o bien en infusiones de chicotas, zerrajas, cardo santo, y demás
sustancias afines, mezclado con pulpa de tamarindos o espíritu de nitro dulce,
sin que esté de más someterla a sahumerios de vinagre o pólvora, porque son
estos humos de mucho ayre comprimido y elástico, como ya lo supieron los sabios
alquimistas y lo confirman en nuestro tiempo los versados filósofos de la
materia.
Padre miró perplejo al médico, pero
al cabo de un rato de pensarlo le autorizó a probar sus remedios. Así lo hizo
el Licenciado, ante la muda desaprobación de Iyá, misma que debió poner las
aguas a hervir para preparar las pócimas malolientes. Durante la siesta escapó
de la Casa Grande ,
rumbo al monte cercano. Allí inició su guerra secreta contra el brujo blanco.
Fueron cuatro semanas de idas y
venidas de ambos alrededor de Niña Blanca quien, lejos de mejorar a los ojos
del autor de sus días, parecía estar cada vez peor. Cuanto más le hacían y
deshacían, más y más desvariaba. Por último, ni siquiera quería ponerse los
costosos vestidos que le hacían traer de Europa, sino que se empecinaba en
vestir con ropa burda y andar descalza, como negra de dotación.
Temeroso de seguir propiciando
comentarios sobre el extraño caso de su hija, que volaban a la ciudad de Trinidad
y trascendían la mar en barcos que comunicaban el Puerto de Casilda y el de
Veracruz –ciudad esta última donde un papel periódico publicó la noticia- Padre
despidió al Licenciado Barrera, pagándole malamente sus esfuerzos. Acto seguido
decidió que no se hablase más del asunto. Si su hija había enloquecido, qué se
le iba a hacer. Eran designios de Dios. El Licenciado Barrera partió como vino,
cargando en una mula vieja sus bártulos repletos de tratados e instrumentos,
ante la mirada satisfecha de la Iyá.
Sin embargo, cuando un Obispo se detuvo
en la plantación camino de la costa con destino a la Nueva España , reparó en la
existencia de Niña Blanca y su insólito comportamiento. Preguntó al dueño si
también poseía esclavas blancas, contraviniendo lo dispuesto por el Papa, a lo
que aquel contestó:
-Señor Obispo, esa es mi hija. Está
loca. La hemos tratado con eminentes médicos de la Colonia y la Península y no mejora.
Su locura es querer ser negra. Así, como lo escucha. Si la salva usted,
Monseñor, se la doy para monja.
El Obispo miró una vez más a la
muchachita. Venía de un río cercano. Cargaba agua con otras jovencitas negras,
la grupa altiva y los senos prometedores, a pesar de la esquivación o
vestimenta de esclava. Adivinó su Excelencia la cintura avispada bajo el
cafetán; y percibió, en las caderas, el vaivén de las danzas prohibidas.
Suspiró. Luego deslizó la lengua por los labios resecos. La confusión de ver
blanca con culo de negra, y negra con cara de blanca, le perturbó sobremanera.
Recobró, de un golpe, la angustia de su juventud, que tanto pecado le llevó a
cometer, escondido en los retretes, bajo las sábanas maternas y más tarde en
las celdas monacales, cuando su padre decidió convertirlo en santo varón.
Durante la noche, entre las paredes de la
Casa Grande , resonó el fuete de Monseñor,
castigando sus carnes.
Al amanecer movió la campanilla con
la que llamaba a sus criados. Ordenó sacar de los baúles la mitra y la
sobrepelliz, la Sagrada Biblia
en latín antiguo, el crucifijo tallado con madera de la mesa donde Cristo
Nuestro Señor celebró la Ultima Cena ,
reliquia heredada de sus antepasados cruzados; así como otros atributos que
creyó oportuno llevar sobre el cuerpo, o tener a la mano, en vista de las
graves circunstancias y el extrañísimo caso de demonismo que le rodeaba.
Hizo llamar a Padre y le comunicó:
-Satán posee a vuestra hija y es mi
deber exorcizarla antes de partir. Sacaré a la luz el súcubo lujurioso que se
esconde tras su inocencia. Vaya y reúna a los esclavos para que presencien la
grandeza de nuestra fe y les sirva de escarmiento. Haga salir a la madre de las
habitaciones donde esconde su vergüenza, para que tenga ella también
oportunidad de dar paz a su espíritu. Que asistan mayorales, capataces y
criados y cuanto súbdito de la
Corona haya en sus dominios. Lo ordena la Sancta Inquisición.
Con las últimas palabras se puso en
pie, realzando la pompa de su jerarquía. Padre comprendió que nada podía
argüir, sino simplemente obedecer.
Fue así como los criados y arrieros
que acompañaban al Obispo devinieron en jueces del Sancto Oficio. Investidos en
breve ceremonia y disfrazados con hábitos prontamente cortados en telas de las
cortinas, al poco tiempo se les vio salir, con más dignidad que si hubiesen
acabado de desembarcar procedentes de Roma.
Los esclavos no entendían de qué se
trataba esta vez. De cualquier manera, se alegraban de no tener que trabajar y
estaban animosamente dispuestos a presenciar lo que fuese. Vieron, sin embargo,
que los Amos permanecían sentados, cabizbajos y asustadizos, y esto sí que los
intrigó. Luego observaron a los mayorales traer a Niña Blanca, a viva fuerza.
De la misma forma la obligaron a sentarse ante los hombres blancos vestidos con
largas túnicas. Sólo entonces comprendieron que el asunto iba directamente con
ellos mismos. Un rumor de protesta se generalizó entre la negrada, lo que llevó
al Obispo a mirarles con furia, decirles palabras que no entendieron y
amenazarles con gestos que abarcaban el universo. El silencio se impuso, al
punto que Monseñor pudo escuchar el vuelo de un abejorro que rondó su cabeza.
Quien más sufría era la Iyá , pero tuvo que contenerse.
Su Eleddá, o Angel de la Guarda ,
necesitaba nutrirse de los espíritus circundantes, por lo que ella precisaba
energía de tipo muy distinto a la del rencor. Dominó las lágrimas que le
asomaron los ojos ante el espectáculo de ver a su niña tratada como una
criminal, bajo el consentimiento de los Amos, y la miró a los ojos con la
bondad sin límites que siempre le prodigó. En gratificación, percibió la luz de
una sonrisa, de la más límpida y serena bondad que la Iyá conociera.
En ese instante inmortal, el Obispo
sintió que nunca había visto criatura tan bella como Niña Blanca, pero lejos de
abandonarse al disfrute de ese sentimiento, interpuso entre él y ella la cruz:
-¡Besa la cruz, Satán, no me
engañas! ¡Bésala, demonio!
Madre sintió un salto en las
entrañas. A Padre se le hizo un nudo en la garganta, consciente de que tanto de
la habilidad de Monseñor como del comportamiento de su hija, dependía su propio
futuro. Si la hacienda era declarada hogar del demonio… De pronto, todo quedó
en suspenso:
¡MAFERE FÚN,
OLOFI! [1]
Escucharon los presentes, el Obispo
tras de sí, y luego, frente a frente, en voz de la propia rea. Se tornó y vio a
una esclava robusta, de intenso negro aceitunado y rostro perturbadoramente
sereno, que lo desafiaba con la mirada.
Versado en demonología, Monseñor
supo inmediatamente detectar en la imagen de la esclava, otra manifestación de
lo mismo que le ocupaba, sólo que esta vez podía enfrentarse, además, a la raíz
del mal. Señaló con la cruz a su rival:
¡VADE
RETRO, SATANÁS!
A lo que la Iyá respondió igual que antes,
como Niña Blanca y alguno que otro esclavo de la dotación formada frente al
juicio.
Con
el valor y la fuerza que infunde la fe, el Obispo alzó la voz y el imperativo
apotegma contra el diablo se escuchó muy lejos, leguas a la redonda, rebotando
contra las montañas de Escambray. No logró más que sumar voces al coro
antifonal de negros, pues negra era también Niña Blanca o el demonio que
llevaba dentro.
Creyéndose
en ridículo, ordenó a los mayorales arrestar a la Iyá y ponerla de rodillas ante
sus pies.
-Cien
azotes por blasfemia- dijo, y los mayorales rasgaron de inmediato el vestido de
la negra, dejándola desnuda hasta la cintura.
Niña
Blanca, de un salto, se interpuso entre ellos. Llevaba en la mano una vaina de
flamboyán, inequívoco atributo de Oyá-Yansa. La sostuvo sobre su cabeza
moviéndola en forma circular. A cada vuelta de la vaina escucharon los
presentes el silbido del viento. No tardó en arremolinarse frente a la
Casa Grande , cargando consigo la hojarasca
de un bosque cercano, el polvo de los barrancos, el aullido de los perros
jíbaros, el cacareo de las gallinas cluecas, el siseo de los reptiles
selváticos, el coro de los muertos errantes, seguido de una tromba marina con
fuerte lluvia y granizada de caracoles, hipocampos y peces ciegos, bajo
fulminantes centellas que devoraron el terror de los incrédulos. Por si
quedaban dudas, en el cielo aparecieron los colores de la temida diosa.
-¡Maferefún
Olofi!- decían a coro los esclavos, al ver cómo los Amos huían y poníanse a
buen resguardo. El viento hizo girar al Obispo sobre sus propios pies. Su
imagen de peonza, con la sotana invertida, llevó a los esclavos a un estado de
frenética hilaridad, de felicidad casi olvidada. No los contuvo siquiera las
descargas que dispararon al aire los mayorales, pues el Obispo giraba, giraba y
giró hasta el Camino Real y allí el viento le dejó caer, pesadamente, sobre el
lodo.
Sin
esperar por recuas y criados disfrazados de oficiales de la Sancta Inquisición ,
Monseñor corrió rumbo al mar. Llevaba el espanto prendido al rostro, como si lo
ocurrido no fuese sino el inicio de las terribles jornadas del Apocalipsis, con
carcajadas de negros esclavos descendientes de aquella tribu expulsada de
Tierra Santa, en lugar de trompetas de Jericó.
La
gran desbandada no se hizo esperar. Tras los Amos y mayorales, mayordomos y
esclavos domésticos se encerraron a retranca. Temían el alzamiento de la
negrada, tantas veces esperado en las noches de pesadilla. Pero sólo hubo
fiesta durante tres días continuos, con toques y cantos a los orichas, que
contagiaron las dotaciones de las haciendas vecinas. Juntos, todos decidieron
irse a los cerros a fundar Palenque, con Niña Blanca al frente, como legítima
Omó-Oricha manifestada.
Oyá
y Changó habían demostrado su inmenso poder. Con sus sagrados nombres se
conoció, por décadas, el palenque que fundaron y mantuvieron los fugitivos y
sus descendientes en las serranías del Escambray.
La
noche de la revelación, tras una ventana en el piso superior de la
Casa Grande , Madre miraba, sonriente, el
festejo de los negros. Estrujábase los senos bajo el corpiño. Musitaba algo en
voz baja, que pudo ser tanto una oración más, como la continuidad de la
interminable plática que sostuvo durante años consigo misma, rosario de culpas
desgranadas desde la noche sin fecha que decidió vengarse de los agravios
cometidos contra su honra por el hombre que le legaron sus padres en España y la Iglesia ante el altar, a
pocos días de embarcar hacia América, por voluntad de un pariente que la
favoreció en el testamento.
Recordaba
vagamente la Niña
de hermosos rizos de oro que alguna vez sostuvo dentro del vientre y salió a la
luz entre sus piernas, para convertirse en causa principal de su infelicidad
conyugal. Ahora tendría la edad de aquella bellísima mujer que los esclavos
llevaban en andas, como a una reina. Sólo Dios sabría lo que fue de ella.
FIN
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